GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ (CRÉDITOS A.Q.C.)

De la Metáfora en Leibniz

Leonardo Palacios Monjaraz
14 min readApr 29, 2024

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Mi gran principio de las cosas naturales es el del Arlequín Emperador de la Luna, que siempre, por todas partes y en todas las cosas, todo es como aquí.

Gottfried W. Leibniz

AUNQUE el meollo central de la filosofía leibniziana está cifrado en metáforas, muy pocos han sido aquellos que, entre la ingente masa de trabajos sobre el pensador alemán, han solido, no digo estudiar a fondo, sino meramente resaltar este curiosísimo hecho.

Esta indiferencia académica hacia la metáfora nos pone de manifiesto que los estudiosos de la filosofía, tan ocupados en el malabarismo lógico como en vanas disquisiciones teóricas, han pasado por alto la rica presencia de metáforas en la doctrina monadológica; ya sea por creer que esta cuestión pertenece más bien a la investigación literaria, ya sea porque se le suponga de menor rango, ya sea porque no se sepa ni qué es metáfora ni qué es filosofía…

METÁFORA.- Es menester, por tanto, arrojar algo de luz al asunto, que de esto depende la interpretación y el significado entero que quepa atribuir a toda la doctrina que nos ocupa. Pero antes de aludir siquiera a lo que de metafórico hay en esa filosofía, tenemos que ponernos bien en claro acerca de lo que entendemos aquí por metáfora, señalar la doctrina de la cual partimos.

Por lo pronto, metáfora será toda transposición de nombre: a la cosa «A» le adscribimos el nombre de la cosa «B». Y, de este modo, decimos por ejemplo que «el tiempo es oro», pues nos parece tan valioso como el metal precioso. Pero también advertimos que podemos transponer un nombre de otro modo, como cuando decimos que «el átomo es un sistema solar en pequeño», ya que, según la física clásica, los electrones orbitan sobre el núcleo atómico como si fueran planetas al rededor del sol. Y gracias a esto caemos en la cuenta de que hay, al menos, dos clases de metáfora: la una, poética, cuyo fin es la delectación estética; la otra, científica, cuyo objeto es la instrucción.

Averigüemos: por un lado, la metáfora poética consiste en trasponer el nombre de «A» por «B» partiendo de una nota común entre ambas para luego identificarlas completamente, aunque sean de suyo distintas entre sí. Decir que «el tiempo es oro» no significa en modo alguno esté hecho de oro, ya que el tiempo ni siquiera posee cualidad material alguna, sino que, partiendo de la nota común entre ambas cosas que, en este caso, es el gran valor que se les atribuye, nos referimos a que el tiempo es tan valioso como el oro. Y muy curiosamente, cuando se equiparan dos realidades que, en apariencia, difieren entre sí, se pretende hacer nacer en el lector o espectador una suerte de fruición o deleite estético; como cuando la dulce Sor Juana compara dulcemente los brazos de una mujer que cuelgan, como cadenas de un collar, sobre los hombros del amado esposo:

a tu obsequio sean / de fino holocausto, / mi corazón, joya, / cadenas mis brazos.

Por otro lado, la metáfora científica parte más bien de la previa identificación total entre «A» y «B» para preservar después sólo su porción verídica -es decir, lo que ambas tienen en común-. En este caso, de dirección opuesta al anterior, se trata de explicar una cosa a partir de la comparación con otra que, de alguna manera, se le supone semejante. Así, por ejemplo, la lingüística divide las lenguas en diferentes familias comparándolas con las ramas de un árbol que convergen en un tronco común, que sería algo así como una proto-lengua de la que se desprenden todas las demás: a partir de los elementos que constituyen un árbol (ramas y tronco) se pretende explicar la relación de unas lenguas con otras, y se afirma que, genealógicamente, constituyen un «árbol lingüístico».

Tenemos, en suma, que la metáfora poética comienza por abstraer un elemento idéntico entre «A» y «B» para afirmar después su total identidad -yendo del menos al más-, mientras que la metáfora científica afirma primero la identidad total entre ambas cosas para luego preservar sólo la parte que tienen en común -yendo así del más al menos-. Y el uso adecuado de esta segunda clase de metáforas constituirá un método de conocimiento, puesto que consiste en explicarnos una cosa difícil, desconocida, latente y oscura, mediante otra cosa más bien sencilla, conocida, patente y clara… Es como si, en lugar de pensar directamente la cosa mentada, nos quedásemos mediante la metáfora con su representante o caricatura, que es más amable a nuestra inteligencia. En palabras de Ortega y Gasset,

no sólo la necesitamos para hacer, mediante un nombre, comprensible a los demás un pensamiento, sino que la necesitamos inevitablemente para pensar nosotros mismos ciertos objetos difíciles. [1]

Además, no podemos dejar de hacer hincapié en el no menos importante hecho de que la metáfora nos permite determinar cómo se interpreta una cosa, qué papel o función ejerce ella dentro de un contexto dado, qué peso tiene dentro de una perspectiva, según insistía Julián Marías [2].

De aquí que debamos poner suficiente atención a las metáforas acuñadas por Leibniz: ellas nos permitirán dirigir el espíritu hacia las cosas que aluden y nos permitirán entrever qué lugar ocupan dentro de todo el sistema.

PRELIMINARES.- Lejos de pretender elaborar un listado exhaustivo de todas las metáforas que se hallan a lo largo y ancho del la obra leibniziana, hemos preferido elegir las más significativas y, por decir así, las de mayor peso, no sólo porque creemos hallar en ellas el secreto de todo el sistema, sino también porque son las más frecuentes que encontramos en los escritos de nuestro filósofo. Pero, además, hemos de añadir que en una torpe irresponsabilidad incurriríamos si, indiscretamente, escupiésemos al lector sin más ni más la colección de metáforas que hemos reunido hasta el momento, pues ¿qué sentido tendría hacer esto si no conocemos el contexto en que ellas fueron acuñadas? ¿De qué nos serviría decir que «las mónadas no tienen ventanas» si no sabemos a qué se refiere nuestro autor? Harto cierto es aquel aforismo según el cual, para comprender una cosa, es menester completarla con su paisaje.

Y, de esta suerte, nos vemos en la necesidad de describir sumariamente la circunstancia intelectual que encontró Leibniz ante sí y dentro de la cual se desenvolvió su pensamiento para comprender enteramente hacia qué otra situación pretendía llegar nuestro pensador. Pues no podemos olvidar que todo quehacer humano, incluso el más modesto, se hacer por algo y para algo, parte desde una situación y se dirige hacia otra…

De modo que lo primero que hay que decir es que Leibniz nace en una época marcada aún por el signo de la incertidumbre, viene al mundo durante el crepúsculo de una crisis histórica: las confesiones religiosas se han desgajado ya en numerosas sectas y han dado pie a cruentísimas guerras de religión; Alemania se ha fragmentado en diminutos y casi infinitos principados; la nueva ciencia ha trastornado diametralmente la imagen antigua del universo -la tierra, lejos de ser el centro del cosmos, es un modesto astro que danza en cortejo al rededor del sol- a la par que la nueva filosofía, insatisfecha con las soluciones dadas por la escolástica, hace tabla rasa y comienza por replantearse el problema fundamental para averiguar, no tanto qué son las cosas, sino cómo se las conoce. Adicionalmente, el ambiente intelectual que encuentra el joven Leibniz en Alemania era, salvo casos contadísimos, prácticamente nulo. (No se olvide que nuestro filósofo comenzó su obra en un país devastado material y espiritualmente por la triste y larga Guerra de los Treinta Años). Sólo durante sus felices años en París, y al través del comercio con los espíritus más insignes del momento, pudo Leibniz entrar en íntimo y vivaz contacto con la nueva matemática, física y biología, o sea, la Scienza Nuova, que le interesó tanto desde la mocedad, pero que no se había podido asimilar porque las circunstancias intelectuales de su tierra no lo permitían.

Y entonces, ante la encrucijada de conservar el mundo previamente hecho, a punto de ser rematado para morir de una vez por todas, o adherirse a la filosofía germinal, que preparaba el terreno para una nueva época, nuestro pensador sajón decide quedarse con «ambas caras de la moneda» y, por decir así, destilar todo lo que hubiere de verdad en ambas posturas. Pero añádase que la nueva manera de ver el mundo, lejos de ser definitiva en lo tocante a la verdad de sus convicciones, o bien ponía en tela de juicio la realidad de las cosas circundantes y, con ello, hacia del sujeto pensante la realidad primaria y absoluta; o bien disolvía al individuo y las demás cosas en un todo superior y omniabarcante, del cual vendrían a ser meras modificaciones o accidentes. Por consiguiente, para salir del escollo en que se encontraba la filosofía de su tiempo, nuestro autor habrá de meditar sobre esta aguda dicotomía: ¿individuo o mundo?

No debiera sorprendernos que, frente a opiniones tan contrarias sobre la realidad, Leibniz pugnase por… la unidad de los contrarios, la armonía, y en consecuencia asimilase las doctrinas al uso en una de mayor amplitud, una posición más amplia y de mayor alcance.

La filosofía contemporánea que nuestro pensador encuentra en su contorno social nació como diálogo con el sistema cartesiano, que inundaba la atmósfera intelectual de su tiempo como un aire nuevo. Y nuestro Leibniz, más inclinado a afirmar que negar, a integrar que dividir, no puede negar la eficacia del nuevo método de indagación filosófica, el método cartesiano, que explícitamente hace suyo e incorpora a su sistema, puesto que Descartes, aunque aveces yerra por precipitación, es decir, «por una cierta inconstancia o ligereza en sus afirmaciones», no obstante «ha obtenido algunos frutos insignes» [5].

Es así como Leibniz, prolongando el camino marcado en el Discurso del método, pero con mayor recato y precaución, es capaz de sortear el solipsismo y geometrismo cartesianos advirtiendo que el sujeto no puede darse sin las cosas; o, equivalentemente, que el sujeto está siempre e inexorablemente referido, dinámicamente, a una variedad de objetos. En su Arte de buscar y juzgar, escribe nuestro autor (pág. 62):

Y dentro de mí, no sólo me percibo a mí mismo que estoy pensando, sino también muchas diferencias que hay en mi pensamiento, de las cuales colijo haber otras cosas además de mí, y adquiero, poco a poco, confianza en los sentidos y hago frente a los escépticos. [3]

Y en sus Nuevos Ensayos (p.328), Leibniz insiste:

Pues no sólo me es claro inmediatamente que yo pienso, sino que me es del mismo modo claro que tengo pensamientos diferentes; que tan pronto pienso en A como en B, etc.

Descubrir que, al pensar, no sólo me encuentro a mí mismo pensando, sino también a una multitud de cosas que son pensadas por mí, permite a Leibniz reparar en el mero hecho de que existir es coexistir, que el yo no es sin las cosas. Como quiere Ortega, si hay pensamiento, hay un sujeto que piensa y un objeto pensado.

VIDA.- En un tremendo ejercicio de introspección, Leibniz parece darse cuenta no sólo de que, en efecto, el pensamiento consta de un sujeto pensante y un objeto pensado, sino que, además, halla que la correlación entre sujeto y objeto no es en modo alguno estática: además de la pura recepción de cuanto se halla a nuestro derredor (percepción), descubrimos en nosotros una como potencia que nos hace ir en pos de las cosas, «hacia más y mejores perfecciones» (apetito).

Y para apresar en concepto estos sutiles pero intrincados hechos, Leibniz necesita valerse de… metáforas. De manera que, mediante la operación cognoscitiva que hemos llamado metáfora científica, es decir, analogía, aquella facultad para recibir todo aquello que nos es previamente dado recibirá el nombre de «percepción». Al igual que aquel impulso interior que nos propele a irrumpir en el mundo y, por decir así, nos hace afanarnos en la existencia será llamado «apetito».

Quiere esto decir que, por una parte, el sujeto capta cuanto del objeto le es dado y que, por otra, busca éste nuevas maneras de captar al objeto, de dirigirse a él. Nótese que esta correlación dinámica no es sólo individual y archiconcreta, sino también única y unitaria no obstante componerse de una variedad. Luego, Leibniz le adscribirá el apelativo de «unidad» o mónada.

Ahora bien; ¿qué se ha querido decir exactamente con que la mónada conste de percepción y apetito? Como era de esperarse, la metáfora entrará de nuevo como recurso explicativo.

En primer lugar, el término «percepción» se refiere a que el mundo entra y se reproduce dentro de la mónada, por lo que resulta ella un «espejo del universo». Con todo, no es menos cierto que un espejo, para reflejar lo que las cosas son, debe hallarse fuera al aire libre y sin intermediario por el cual llegase la realidad hasta él, es decir, un espejo «no tiene ventanas». Pero el mundo no aparece en nosotros para permanecer idéntico sin importar que se le mire desde acá o más allá, sino que se articula en una perspectiva: un espejo se distingue de otro en la medida en que lo en él reflejado adopta un sesgo único, irrepetible. Y, por ende, dirá Leibniz que la mónada es un espejo del universo que lo refleja desde un particular punto de vista. Insistamos: es imposible que un espejo, para reflejar, requiera intermediación de otro. Por el contrario, todo espejo refleja el mundo desde siempre y según su sesgo particular, su punto de vista. Y dígase de paso que un espejo necesita de otras cosas para poder reflejar, para poder ser tal espejo. De esta suerte, el espejo está siempre referido a lo otro que él; no es sin lo otro.

En segundo lugar, el término «apetito» hace alusión al hecho de que la mónada, en su sustancia misma, es pura fuerza, pero no una fuerza desorganizada y como volátil, sino dirigida, inclinada, orientada para alcanzar una situación futura de entra muchas posibles, como cuando deseamos ir a un lugar y nos ponemos en marcha hacia él.

En jerga filosófica, el mundo reaparece en la mónada según su «punto de vista» (representatio mundi) y, a la inversa, la mónada, inmersa en el mundo, coexiste y covaría con todas las demás (harmonia praestabilita), o sea, que los cambios en una mónada reaparecen, se expresan, se reflejan de algún modo en todas las demás…

De aquí que una misma realidad, la mónada, sea activa, en cuanto tiende hacia estados por venir y en cuanto «tiene el futuro por adelantado», y a la vez pasiva, en tanto que es determinada por todo cuanto le acaece. Al parecer, el término mónada envuelve, por un lado, cuanto sucede al individuo, cuanto le es dado en su circunstancia (percepción), y todo aquello que mana de él, todo lo que él hace y hacia lo cual tiende (apetito). ¿Acaso no es esto, señoras y señores, un germen de lo que más tarde entenderá Ortega y Gasset por… vida?

En efecto, aunque sesgado por las convicciones fundamentales de su tiempo -no podría ser diferente-, Leibniz dedicó sus esfuerzos para comprender aquella realidad tan sutil como fluidiza que es la vida. El propio filósofo, en su famosa Conversación entre Filareto y Aristo, ha llegado a escribir que

esa fuerza activa, que podría llamarse la vida, es justamente lo que está encerrado en lo que llamamos un alma, o en la substancia simple [o mónada]. [4]

Y puesto que la única vida de la que tenemos absoluta evidencia es la nuestra propia, resulta bastante claro, primero, que sólo seremos capaces de forjarnos una idea de la vida en la medida en que contemplemos nuestra vida individual; segundo, que descubrimos otras vidas en la medida en que proyectamos sobre ellas la figura de la nuestra. O, como brevísimamente escribió el breve Leibniz (pág. 305),

no poseemos conocimiento alguno de una sustancia [o mónada o vida] salvo a partir de la experiencia íntima de nosotros mismos cuando percibimos el yo, y en consonancia con ese paradigma atribuimos la denominación de sustancia al mismo Dios y a las restantes mónadas. [5]

Pero reparemos ahora en que la vida, para poder captar su propia estructura, debe ser de algún modo transparente a sí misma aunque no tenga plena conciencia de ello: en ella laten preformados los atributos de su propia estructura, porque la vida, al consistir en decidir ahora lo que haré después, ha de proyectar su estructura a futuro para ir después en pos de ella, pues en otro caso sería imposible la vida misma en cuanto movimiento que se «tensa» hacia el futuro, según enseñaba Ortega. De modo que la vida ha de ser presente a sí misma in aliquo modo.

Leibniz, que supo entender muy bien que comprendemos otras formas de vida en la medida en que proyectamos sobre ellas los atributos de nuestra vida, no pudo ser ciego a la autotransparencia de la vida (Cfr. Filosofía de la vida, I). Y, en efecto, a los atributos que conforman la estructura de la vida los llamó nuestro pensador «ideas innatas», no a la manera de una reminiscencia socrático-platónica ni a la manera de formas del entendimiento kantianas, sino en el sentido de que “las ideas y las verdades son innatas en nosotros como inclinaciones, disposiciones, capacidades o facultades naturales” [6], es decir, que existen en nosotros virtualmente como en un «mármol vetado». Claramente, en sus Nuevos Ensayos (pág. 115–116) escribió Leibniz que

somos, por decirlo así, innatos a nosotros mismos, y por el hecho de ser [o sea, vivir], el ser [o la vida] es innato en nosotros; el conocimiento que poseemos de nosotros mismos encierra en si el conocimiento del ser [Idem].

Como hemos visto, nuestro filósofo ha tenido que valerse de sutiles e ingeniosas metáforas para hacer palpable una realidad hasta este punto insospechada o, por lo menos, relegada en la filosofía de su tiempo: la vida concreta e individual. Tan cierto es esto que el propio autor confiesa que su método de razonamiento consiste en asumir que lo cercano y patente es de estructura semejante a lo lejano y latente. ¿Y esta analogía entre lo presente y lo ausente no es, precisamente, una metáfora científica? En sus Nuevos Ensayos (p.417), Leibniz reconoce esto consciente y expresamente:

Y en las materias más generales veremos que mis ideas sobre las mónadas (…) están completamente conformes a la analogia de las cosas que observamos y que yo extiendo solamente más allá de nuestras observaciones, sin limitarlas a ciertas porciones de la materia y a ciertas especies de acciones, y que no hay más diferencia que de lo grande a lo pequeño, de lo sensible a lo insensible. [6]

Pero decir que Leibniz haya meditado muy de cerca sobre lo que es la vida no debe hacernos creer que nuestro filósofo forjó anacrónicamente una teoría analítica de la vida «antes de tiempo», es decir, tal cual la conocemos al día de hoy, puesto que las convicciones fundamentales de su época, los supuestos intelectuales de los que partió, impidieron quizá que Leibniz tomase plena conciencia de su descubrimiento y, con ello, superase de una vez por todas la filosofía moderna, idealista, cuya culminación es el subjetivismo. Y, a pesar de todo esto, no podemos negar que Leibniz, máximo exponente del racionalismo y no obstante filósofo de la vida, tal vez consiguió sospechar vagamente la íntima relación entre razón y vida: buena parte de su labor científica no tuvo otro fin que utilizar los resultados de la ciencia para el provecho de la vida.

En De vita beata (p.173), Leibniz señala muy claramente que, siendo la felicidad el fin de toda vida, el hombre debe esforzarse por utilizar su ingenio, su inteligencia, «con el objeto de llegar a conocer lo que debe hacer en todos los asuntos de la vida». [3]

Mientras tanto, en su Organización e historia del conocimiento (p.8), se quejará nuestro Leibniz de que “la práctica no se aprovecha de las luces de la teoría” y, al parecer, reconocerá expresamente que la verdad ejerce una función vital «en cuanto se la necesita en orden a la felicidad propia y al disfrute de la vida». Por lo visto, vita activa y vita contemplativa adquieren en Leibniz un nuevo y curioso perfil, como si para vivir, o sea, actuar en el mundo, fuese necesario un minimum de teoría, contemplación. ¿Acaso no conduce esta observación a lo que más tarde llamará Ortega… razón vital? Peor aún: ¿no se ha reputado al método de indagación leibniziana como methodus vitae, método de vida?

Veámoslo, pues, como un precursor de la filosofía contemporánea, un albañil que aplanó el camino que recorremos hoy como una ancha carretera o un explorador de territorio ignoto que, si bien no ha podido recorrer por completo la tierra recién descubierta, posee el mérito de haber sido el primero en atreverse a incursionarla.

Naturalmente, no se trató en este ensayo de revivir filosofías pretéritas que, por muchas razones, no podemos aceptar hoy en día. Aunque, por muchas otras razones, harto cierto es que nuestra época habrá de ocuparse e involucrase más de cerca con la Monadología y, junto con Ortega, exclamará: «¡Viva la mónada de Leibniz!» He aquí el intento por reconocer las influencias y actualidad del pensador alemán en la filosofía que hoy cultivamos.

Bibliografía

[1] Ortega y Gasset, J. (1972). Las dos grandes metáforas. En El Espectador, III-IV (p. 215–234). Colección «El Arquero». Revista de Occidente: Madrid.

[2] Marías, J. (Sin año). Introducción a la filosofía. En Obras, II. Revista de Occidente: Madrid.

[3] Leibniz, G.W. (2015). Methodus Vitae (Vol. I). Plaza y Valdés: Murcia.

[4] Leibniz, G.W. (2005). Conversación entre Filareto y Aristo. Ediciones Encuentro: Madrid.

[5] Leibniz, G.W. (2010). Obras filosóficas y científicas (Vol. II). Editorial Comares: Madrid.

[6] Leibniz, G.W. (2014). Nuevo tratado sobre el entendimiento humano. Editorial Porrúa: México.

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Leonardo Palacios Monjaraz

Fósforo. «Amigo del mirar». Me dedico ociosamente al estudio de la filosofía, la historia y las letras.